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Si hay una dimensión del comportamiento humano que constituye una inagotable caja de sorpresas, sin duda alguna es la comunicación. Está en todo y todo lo atraviesa, tanto que, como dirían los autores de la Escuela de Palo Alto, es imposible no comunicar.

En este territorio tan vasto es necesario acotar y delimitar de qué vamos a hablar, porque si no, podríamos estar hablando sobre ello -nunca mejor dicho- hasta el fin de nuestros días. Así que, dejándome iluminar por las contribuciones de Watzlawick y compañía -las de mayor provecho y con diferencia, desde mi punto de vista, a ese conjunto de suposiciones que constituyen la PNL– voy a retornar al campo de mis experiencias profesionales en el mundo de la consultoría y la formación para referirme a aquellos fenómenos paradójicos de la comunicación interpersonal e intergrupal que aparentan ser una cosa, hasta que descubres
progresivamente que son otra muy distinta.

1. Uno de los principales escollos para lograr una comunicación fluida es el miedo a la pérdida de estatus. Así es, en ocasiones se tiende a pensar que si los asistentes -al seminario, curso, taller o reunión- no hablan es porque no han entendido nada, o peor aún, porque no tienen realmente nada que aportar. Craso error. En muchas ocasiones, la razón de fondo tiene que ver con no querer quedar “en ridículo”, manifestar debilidades o evidenciar alguna carencia o déficit de su gestión, todo lo cual, para sus propias entendederas, les haría perder posiciones dentro de la organización.

Posible solución: la metodología del caso es especialmente recomendable en este tipo de situaciones, sobre todo cuando el grupo que tienes enfrente está compuesto por personal directivo y ejecutivo. Digamos que el caso práctico ejerce la función de ser territorio neutral sobre el que proyectar soluciones que no se desea que los demás vean referidas ni vinculadas a la situación profesional actual de cada uno (por las razones anteriormente expuestas).

2. El significado atribuido a una sola palabra puede iniciar una larga cadena de malentendidos. Así es, las personas -máxime las de una cierta edad o experiencia- vienen con una trayectoria y un bagaje importante a sus espaldas. Y todo ello constituye la referencia desde la cual las palabras son entendidas. Recientemente, un cliente reaccionó de manera muy alterada, visible tanto en la comunicación verbal como no verbal, ante la presentación que le hicimos de nuestros servicios. Días después, en una conversación telefónica más reposada, me comentó que le había parecido especialmente mal que le dijéramos (sic) “vamos a trabajar por vuestra mejora”. La connotación por él dada a esa expresión quizás estuviera asociada a una minusvaloración de su propio trabajo, -y de hecho sus comentarios así lo dejaban entrever- por lo que la reacción emocional adversa no se hizo esperar.

Posible solución: aceptarlo. No viene a cuento hablar aquí de las fugas o desajustes de calidad en los servicios, pero el que esté interesado en ello puede consultar en internet o en un interesantísimo libro: “Servucción, el marketing de servicios” de Eiglier y Langeard. Digamos que, de manera resumida, la calidad en los servicios se comporta como aquel programa de la televisión en blanco y negro que se llamaba “Un millón para el mejor”, en el que los concursantes partían con esa cantidad de dinero en sus bolsillos, pero, a medida que iban pasando por distintas pruebas, lo iban perdiendo progresivamente (no todo, pero sí siempre una parte). De la misma manera, los servicios en general (incluidos los de formación y entrenamiento) pueden ir perdiendo calidad a medida que se intensifica la relación con el cliente, a menos, claro, que se pongan las medidas preventivas para evitarlo  -por lo menos parcialmente-. Lo que ocurre es que no todas las fugas de calidad son evitables y una de ellas es la debida a la mera percepción personal, sobre todo cuando ésta es muy dependiente de los estados de ánimo (que en ocasiones suelen estar muy alterados por la presión e incertidumbre que acompaña a muchas realidades empresariales). Así que es fundamental ser lo suficientemente inteligentes para saber discernir entre aquello que depende de nosotros mismos y aquello que está fuera de nuestro control.

3. Ellos no se dirigen necesariamente a ti cuando te hablan. La tendencia inicial es pensar que un asistente, cuando te habla, te está diciendo necesariamente algo a ti. Y no es necesariamente cierto. Hay ocasiones en que esa persona se dirige principalmente…a él mismo. Discursear es la fórmula que tiene mucha gente para intentar explicarse a sí misma qué es lo que le ha pasado exactamente, qué variables han entrado en juego para originar el problema y cuáles son las posibles soluciones que se abren para solventarlo. Todo ello se va dilucidando y clarificando a través del uso de la palabra.

Posible solución: adoptar el rol propio de un coach e invitarle, a través de las correspondientes preguntas poderosas, a seguir afinando en su discurso para construir sus propias respuestas (que básicamente serán soluciones adaptadas a su propia realidad).

4. La afinidad puede ser mucho más importante que la racionalidad. Cuando se hace formación bajo demanda, es habitual encontrarse en la organización- cliente, grupos ya constituidos por mecanismos de afiliación formal o informal (o una mezcla de ambos). Ello se traduce en una evidente tendencia a la conformación de las opiniones de los individuos debido al influjo del grupo o del propio líder.

Posible solución: optar por diálogos personales con aquellas personas en las que se observa una marcada tendencia a la conformación grupal de sus opiniones (o incluso a la mera imitación de las mismas). Esto, lógicamente, hay que hacerlo antes de que los líderes de opinión intervengan. Otra posibilidad es utilizar la técnica de las tarjetas. En este caso se pide a cada persona que escriba en una tarjeta en blanco su opinión, enfoque o creencia en relación al objeto de debate. El matiz importante es que nadie se oye previamente y es el facilitador el que apunta en el rotafolios -o instrumento similar- los ítems incluidos en las cartulinas, pasando a continuación al debate y extracción de conclusiones. La labor del facilitador aquí es la de dejar espacio psicológico a los “conformados”, limitando -mucho o poco, dependiendo de las circunstancias- las intervenciones de los “conformadores”.

5. El valor atribuido a una opinión puede no tener nada que ver con su dosis de “verdad”. Este fenómeno se produce también en grupos ya constituidos, y está directamente relacionado con lo que hemos comentado en el apartado anterior. Algunos expertos aluden a él como el problema de la valencia de las opiniones, y es observable en cualquier grupo humano, incluidas las familias o los grupos de amigos. Básicamente ocurre cuando la atribución de calidad a una opinión es directamente proporcional al estatus que el emisor tiene dentro del grupo. Esto puede ser un gran inconveniente cuando, por ejemplo, vamos trabajar con un grupo -porque así se nos ha solicitado- para hacer de él algo parecido a un grupo de sugerencias o incluso un círculo de calidad. El matiz que lo diferencia respecto al caso anterior, es que aquí la asignación de valor es un acto premeditado y soberano (digamos que “te lo crees” y no atribuyes valor a una opinión para no quedarte desmarcado del grupo), mientras que la conformidad implica sumisión o adaptación a la corriente de opinión predominante.

Posible solución: optar por una variante de la técnica de las tarjetas. En este caso, una vez recogidas, se anotan las ideas en el rotafolio, sin especificar autoría (como en la situación descrita en el apartado 4). A continuación, se pide una valoración de las mismas para resolver un problema de la manera más eficiente, estableciendo, por ejemplo, una suerte de ranking final de ideas en función de su idoneidad y adecuación (y sin que en ningún momento se sepa quién ha dicho qué).

Autor: Lucas Ricoy Riego
Responsable de Investigación de la Escuela de Mentoring